Foto archivo
Caracas, 26 Mar. AVN.- La
bala la vio venir o no la vio, ¿cómo saberlo? Venía como vienen todas
las balas que son de plomo o son de cobre y no mera Matrix en celuloide:
venía rauda. Uno, puesto a creer en creencias, puede suponer el
infinitesimal instante en que el proyectil rota ante el ojo despavorido,
en que cosquillea la piel y no penetra todavía. Uno, dejado de
pendejadas, sabe que ese instante no ocurrió jamás. Que hubo la carne
explosionada, el cráneo astillado, el cuello a borbotones, esa extraña
flor bermeja en el pecho, el cuerpo tan repentinamente des-animado, la
sangre tibia, roja, por un instante infinitesimal aún viva en el asfalto
renegrido.
Se llamaba Adriana y llevaba dentro de sí un ser todavía sin nombre, sin mañana. Se llamaba Miguel y era sargento. Se llamaba José y tenía tres hijas. Ramso, y se había casado en diciembre. Gisela, la llamaban, y era artesana, y Alexis obrero y Antonio mototaxista. Se llamaba Giovanny, José, Acner, Gildis, Juan, John, Julio, Eduardo, Luis, José, Elvis, Doris, Deivis, Johann, Daniel, Danny, Wilmer, Jesús, Guillermo, Alejandro, Génesis, Ángel, Geraldine, Jimmy, Joan, Ángelo, Roberto, Bassil, Juan Montoya se llamaba.
Tenían nombre, madre, ojos, ansias, sueños. Y una bala. Una violencia en el camino.
¿Qué diferencia puede haber entre esa furia y la que se llevó a Mónica Spear, a Alexis Martínez, a Yoján de Jesús, a Perico de los Yusnavis, a todos los que caen porque, simplemente, alguien quiere apoderarse de algo que no le pertenece?
Uno va en el metro, en el autobús, camino a la oficina, a la fábrica, a la tienda, o de vuelta a casa, y no quiere pensar en eso. Uno quiere pensar en las satisfacciones que da o permite el trabajo, en la lechuga crujiente, en la arepa suave, en la almohada.
Uno está harto y sin embargo.
Porque la única forma de no pensar en Adriana y su hijo sin nombre, en Miguel, en José, en Geraldine, en el amigo entusiasta y la chica bellísima que todavía caminan sin bala que cosquillee o perfore, es detener el dedo del odio, del gatillo.
No importa qué oscura pasión lo mueva.
No hay nada más importante, hoy, que darle nombre a los asesinos.
Se llamaba Adriana y llevaba dentro de sí un ser todavía sin nombre, sin mañana. Se llamaba Miguel y era sargento. Se llamaba José y tenía tres hijas. Ramso, y se había casado en diciembre. Gisela, la llamaban, y era artesana, y Alexis obrero y Antonio mototaxista. Se llamaba Giovanny, José, Acner, Gildis, Juan, John, Julio, Eduardo, Luis, José, Elvis, Doris, Deivis, Johann, Daniel, Danny, Wilmer, Jesús, Guillermo, Alejandro, Génesis, Ángel, Geraldine, Jimmy, Joan, Ángelo, Roberto, Bassil, Juan Montoya se llamaba.
Tenían nombre, madre, ojos, ansias, sueños. Y una bala. Una violencia en el camino.
¿Qué diferencia puede haber entre esa furia y la que se llevó a Mónica Spear, a Alexis Martínez, a Yoján de Jesús, a Perico de los Yusnavis, a todos los que caen porque, simplemente, alguien quiere apoderarse de algo que no le pertenece?
Uno va en el metro, en el autobús, camino a la oficina, a la fábrica, a la tienda, o de vuelta a casa, y no quiere pensar en eso. Uno quiere pensar en las satisfacciones que da o permite el trabajo, en la lechuga crujiente, en la arepa suave, en la almohada.
Uno está harto y sin embargo.
Porque la única forma de no pensar en Adriana y su hijo sin nombre, en Miguel, en José, en Geraldine, en el amigo entusiasta y la chica bellísima que todavía caminan sin bala que cosquillee o perfore, es detener el dedo del odio, del gatillo.
No importa qué oscura pasión lo mueva.
No hay nada más importante, hoy, que darle nombre a los asesinos.
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